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David Ricardo Casteblanco
Jóvenes Verdes
Este año se cumplen 50 años de la declaración de guerra contra las drogas hecha por Richard Nixon. 50 años sin vencer a ese enemigo, asumiendo costos sociales, económicos y ambientales para el mundo entero y para Colombia en particular. A pesar de este fracaso, el presidente Iván Duque y su ministro de defensa Diego Molano anunciaron, con redobles de tambores y trompetas, la reanudación de la, ya evidentemente fracasada, aspersión aérea con glifosato como estrategia en la lucha contra el narcotráfico.
El gobierno nacional insiste en acudir a estrategias fallidas como la prohibición, la criminalización y la fumigación. Estrategias trasnochadas que fracasan al enfocarse en perseguir a los eslabones más débiles de la cadena de producción de drogas y quienes menos beneficios económicos extraen del narcotráfico. Así, olvidan la fuga de capitales, el lavado de activos o la conexión entre narcotráfico y política en nuestro país (claro, no van a perseguir a sus financiadores de campaña). Esto aumenta el valor comercial de la cocaína y alimenta otras economías ilícitas, como el tráfico de armas, que están relacionadas con el narcotráfico que dicen combatir.
Una de las estrategias más utilizadas en la lucha contra el narcotráfico en Colombia es la aspersión con glifosato, la cual el gobierno actual pretende retomar a pesar de sus altos costos en términos sociales, ambientales y de salud pública. Cabe recordar que la Corte Constitucional suspendió esta práctica en el 2015, aplicando el principio de precaución, buscando proteger el derecho a la salud de los pobladores de los territorios con cultivos de coca. Esto, motivado por un informe de la OMS en el que cataloga al glifosato como posiblemente cancerígeno.
Llevamos más de 20 años fumigando cultivos ilícitos con glifosato. Durante este tiempo, se han asperjado aproximadamente 1.700.000 hectáreas de coca, que equivalen a los 1.775 km2 que tiene Bogotá, o como si sumáramos la extensión de Medellín, Cali, Barranquilla, Bucaramanga y Manizales. Cada hectárea reducida en cultivos de coca nos cuesta a los ciudadanos entre 2.376 y 3.240 millones de pesos. Esta exorbitante cifra surge porque, para eliminar una sola hectárea de coca se deben fumigar entre 33 y 45 hectáreas, con una probabilidad de resiembra del 36 % (UNODC, 2020). Esto representa un detrimento patrimonial inmenso, como si lanzáramos miles de millones de pesos en la inmensidad de la selva, en vez de invertirlos en educación, salud, infraestructura, generación de empleo y oportunidades que permitan reducir la desigualdad y combatir mejor al narcotráfico.
En materia de salud, Adriana Camacho y Daniel Mejía, profesores de la Universidad de Los Andes, han adelantado estudios con conclusiones preocupantes, por decir lo menos. Las consecuencias negativas para la salud son evidentes al presentar un aumento en problemas respiratorios y dermatológicos en los pobladores de territorios asperjados. A su vez, y el que puede ser el resultado adverso más preocupante para el gobierno y su partido, que hacen campaña en nombre de la defensa de los niños y se opone a la autonomía y libertad de las mujeres de decidir sobre sus cuerpos, es que el glifosato induce abortos espontáneos. Aunque bueno, si el gobierno puede manejar el doble discurso y moral de defender a los niños vía leyes como la cadena perpetua para violadores de niños y, al tiempo, llamar “máquinas de guerra” a niños y jóvenes víctimas de reclutamiento forzado, qué le va a importar si mujeres pobres y campesinas terminan abortando fruto de los químicos que el Estado les lanza desde los aires.
De igual forma, las afectaciones ambientales son dramáticas. Por un lado, se contaminan las fuentes hídricas poniendo en riesgo la supervivencia de especies endémicas o en vía de extinción. Esto genera una pérdida en los servicios ecosistémicos de regulación de la vida. Además, los cultivos de coca responden a una especie de efecto globo. Esto es, si el Estado fumiga o erradica cierta zona, los pobladores desplazan estos cultivos a nuevas áreas, lo que implica una expansión de la frontera agrícola y su consecuente deforestación. Así mismo, está documentado que el 47 % de los cultivos se encuentran en zonas definidas como especiales, estos son Parques Nacionales, resguardos indígenas y territorios colectivos de comunidades afro, haciéndole trampa y escapando de la fumigación.
Todo lo anterior desemboca en un auge de tensiones sociales y menor legitimidad estatal. El efecto globo del que hablamos hace un momento y el consecuente desplazamiento a nuevos territorios, implica un desarraigo identitario y territorial que dificulta la construcción de comunidad y tejido social. A la par, al disminuir temporalmente la hoja de coca, aumenta la violencia y los conflictos entre grupos armados por el control del territorio y el acceso a la materia prima, reproduciendo así un ciclo de violencias y muerte.
Sabiendo todo esto, ¿por qué el gobierno de Iván Duque insiste en reanudar la aspersión con glifosato? Acaso, ¿no son suficientes los altísimos costos anteriormente descritos, para renunciar a una estrategia fallida? Existen otras herramientas más costo-efectivas y sostenibles para enfrentar al narcotráfico y llegar eficaz y legítimamente con soluciones al territorio. ¡Basta ya de fumigar y fracasar! Es hora de una política de drogas sostenible y legítima, una política verde.
David Castiblanco M. Estudiante de Ciencia Política, vocero de Verdes Uniandes.
@DavidCasti_M